17/12/14

Una diablita que levita

Estudié en colegio de monjas. Nos tocaba rezar al inicio de cada clase, es decir rezábamos cuatro o cinco veces durante la jornada escolar. El peor mes era mayo; misa todos los días y antes de ir a casa, rezar el rosario.

Estaba en cuarto grado cuando se inició el curso de preparación para la primera comunión. Allí nos empacaron más de los mismos temas religiosos que ya recitábamos de memoria: los siete pecados capitales, la importancia de recibir el cuerpo de Cristo, las consecuencias del primer pecado, la creación, la composición de la santísima trinidad, etcétera, etcétera, etcétera. Debo confesar que me aburría terriblemente y poca atención puse al curso de primera comunión.  Esto lo comprobé un día en que, en una de las misas, una niña sentada a mi lado preguntó:
-¿La madre Silva dijo ayer que podíamos comulgar antes de confesarnos o confesarnos antes de comulgar?


Distraída le contesté:
-Creo que dijo que podemos comulgar antes de confesarnos. -Me quedé reflexionando sobre lo dicho y de pronto me paré a hacer la fila para recibir la hostia.
Cuando regresé a mi silla me ruboricé ante la mirada de espanto de mis compañeritas. ¿Cómo era posible que me hubiera atrevido a recibir la hostia sin haber hecho la primera comunión? El resto del día fue un infierno para mí. Me la pasé huyendo de un encuentro con la madre Silva, pero a su vez, mis compañeritas huían de mí. Me miraban como se observa al delincuente que está por pasar al patíbulo, y esperaban ansiosas el momento en que fuera llamada a la rectoría. Terminó la jornada escolar y llegué a casa sana y salva. Entonces me escabullí en mi cuarto, debajo de las cobijas, esperando la llamada fatal de la madre Silva a mamá. No pasó mucho tiempo cuando el timbre del teléfono me hizo brincar de la cama. Escuché la voz de mamá que sonaba sorprendida:
-¿Eso pasó? ¡No puede ser! ¡Pero ella no me comentó nada! ¿Y ahora? ¿Qué hay que hacer?--aquí hubo un largo silencio que se interrumpió con su despedida. -Bien. Gracias por la llamada Madre Silva, pase buena tarde.   
Colgó el teléfono y yo me hundí todo lo que pude bajo mi refugio de almohadas.
-Mijita, ¿dónde estás?
No respondí. A lo mejor ella pensaba que estaba dormida y así podía aplazar un poco más el inevitable castigo. Pero no. Mamá haló las cobijas y me encontró con las mejillas rojísimas, y a punto de llorar.
-¡Mi corazón! ¡La madre Silva me lo acaba de contar todo!- me dijo dándome un abrazo muy fuerte. Yo, sin poder respirar por el apretón, continué escuchando:
-¡La madre Silva me dijo que hoy recibiste un llamado de Dios! ¡Qué tengo que sentirme muy afortunada de tener una hija tan especial! Lo único que siento es que ya no podremos realizar la ceremonia de primera comunión. Bueno…me ahorraste el vestido mi nenita. ¡Me siento muy orgullosa de ti!

Quedé muda. ¿Un llamado de Dios?... Nunca se me hubiera ocurrido una excusa mejor: creo que mi cara sufrió un repentino revés: de pecadora pasé a ser algo así como un ser angelical. Y así arribé al otro día a clase; levitaba en medio de mis compañeras y, además, no tuve que volver a ese aburrido curso de preparación de la primera comunión. 

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