Una
diablita que levita
Estudié en colegio de monjas. Nos tocaba
rezar al inicio de cada clase, es decir rezábamos cuatro o cinco veces durante
la jornada escolar. El peor mes era mayo; misa todos los días y antes de ir a
casa, rezar el rosario.
Estaba en cuarto grado cuando se inició el
curso de preparación para la primera comunión. Allí nos empacaron más de los mismos
temas religiosos que ya recitábamos de memoria: los siete pecados capitales, la
importancia de recibir el cuerpo de Cristo, las consecuencias del primer
pecado, la creación, la composición de la santísima trinidad, etcétera,
etcétera, etcétera. Debo confesar que me aburría terriblemente y poca atención
puse al curso de primera comunión. Esto
lo comprobé un día en que, en una de las misas, una niña sentada a mi lado preguntó:
-¿La madre Silva dijo ayer que podíamos
comulgar antes de confesarnos o confesarnos antes de comulgar?
Distraída le contesté:
-Creo que dijo que podemos comulgar antes de
confesarnos. -Me quedé reflexionando sobre lo dicho y de pronto me paré a hacer
la fila para recibir la hostia.
Cuando regresé a mi silla me ruboricé ante la
mirada de espanto de mis compañeritas. ¿Cómo era posible que me hubiera atrevido
a recibir la hostia sin haber hecho la primera comunión? El resto del día fue
un infierno para mí. Me la pasé huyendo de un encuentro con la madre Silva,
pero a su vez, mis compañeritas huían de mí. Me miraban como se observa al delincuente
que está por pasar al patíbulo, y esperaban ansiosas el momento en que fuera
llamada a la rectoría. Terminó la jornada escolar y llegué a casa sana y salva. Entonces me escabullí en mi cuarto, debajo de las cobijas, esperando la
llamada fatal de la madre Silva a mamá. No pasó mucho tiempo cuando el timbre
del teléfono me hizo brincar de la cama. Escuché la voz de mamá que sonaba
sorprendida:
-¿Eso pasó? ¡No puede ser! ¡Pero ella no me
comentó nada! ¿Y ahora? ¿Qué hay que hacer?--aquí hubo un largo silencio que se
interrumpió con su despedida. -Bien. Gracias por la llamada Madre Silva, pase
buena tarde.
Colgó el teléfono y yo me hundí todo lo que
pude bajo mi refugio de almohadas.
-Mijita, ¿dónde estás?
No respondí. A lo mejor ella pensaba que
estaba dormida y así podía aplazar un poco más el inevitable castigo. Pero no.
Mamá haló las cobijas y me encontró con las mejillas rojísimas, y a punto de
llorar.
-¡Mi corazón! ¡La madre Silva me lo acaba de
contar todo!- me dijo dándome un abrazo muy fuerte. Yo, sin poder respirar por el apretón, continué escuchando:
-¡La madre Silva me dijo que hoy recibiste un
llamado de Dios! ¡Qué tengo que sentirme muy afortunada de tener una hija tan
especial! Lo único que siento es que ya no podremos realizar la ceremonia de
primera comunión. Bueno…me ahorraste el vestido mi nenita. ¡Me siento muy
orgullosa de ti!
Quedé muda. ¿Un llamado de Dios?... Nunca se
me hubiera ocurrido una excusa mejor: creo que mi cara sufrió un repentino revés: de pecadora pasé a ser algo así como un ser angelical. Y así arribé al otro día
a clase; levitaba en medio de mis compañeras y, además, no tuve que volver a
ese aburrido curso de preparación de la primera comunión.
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