18/3/15

Judith


Uno de los libros del antiguo testamento se llama Judith. Es un relato de resistencia, la historia de una mujer valiente y astuta que salvó al pueblo de Israel de la tiranía de Nabucodonosor, rey de los asirios. Por ahí dicen que el nombre influye en el carácter de las personas y en las decisiones que toman para cambiar su destino.

Judith, mi amiga de infancia, sufrió un fuerte traspiés cuando murió su padre. Ella tenía quince años y estaba cursando octavo grado en un internado en la ciudad de Pamplona, ciudad de clima frío en el departamento del Norte de Santander. Con la noticia del deceso, las monjitas le dieron apenas lo necesario para tomar un bus a Cúcuta, y allí, comprar el tiquete a Santa Marta, su ciudad natal.

Al llegar a Cúcuta se enteró que no había cupo en el único vuelo del día, y el siguiente avión saldría dos días después. Sin más dinero, ni alguien conocido, optó por esperar la noche y esconderse en el baño del aeropuerto. En la madrugada fue sorprendida por la señora del aseo quien se conmovió y la llevó a dormir a su casa. La humildad con que vivía esa señora era tan grande como su generosidad.    

Al llegar a Santa Marta no encontró nada de su casa paterna, su habitación y sus juguetes de infancia fueron borrados de un plumazo. Con la muerte de su padre, sus once medio hermanos entraron a disputar los bienes, y Judith, la menor, y la niña de los ojos del difunto, se convirtió en un estorbo para satisfacer la codicia de la familia. Un día la dejaron en un orfanato. La directora esperó prudentemente que se fueran los familiares y le preguntó la edad. Entonces le informó:

-No te podemos tener aquí, rebasas la edad mínima, puedes marcharte.

En medio de un fuerte aguacero, Judith salió caminando con su maletica, única acompañante desde Pamplona. Ante la renuencia de otro medio hermano para recibirla, y sin saber cómo comunicarse con su mamá, que vivía en Estados Unidos, acudió a la casa de una antigua amiga de colegio. Sus días allí no encontraron paz; la señora de casa había sido dopada con burundanga para robarle, y como secuela, su mente quedó ausente. Solo regresaba en sí para  prender fogatas en el patio de casa y quemar allí cuanto traste tropezaba en su camino. Mi amiga  dormía con un ojo abierto;  pensaba que en cualquier momento ella sería el siguiente mueble que alimentaría el fuego. El esposo de la señora era amable cuando no estaba borracho. Un día, en medio de sus tragos la echó de la casa. Judith recordó que había guardado el teléfono de una amiga de su mamá, doña María Díaz. 

Esa mujer fue el ángel que cambió su vida. La llevó a su casa, ubicó a su madre en Estados Unidos y reunió dinero para enviarla a Miami. Una vez allí Judith tuvo que superar otros obstáculos. Vivian en un barrio de inmigrantes cubanos, donde la indigencia y la drogadicción hacían un ambiente peligroso. Decidió estudiar, aprender el idioma inglés y salir adelante. Terminó el college, estudió contaduría, técnica de intravenales y farmacia. Ya lleva veinticinco años de trabajo en Walgreens, cadena americana de venta de remedios, alimentos y múltiples artículos para el hogar.


Como la mujer hebrea del antiguo pueblo de Israel, mi amiga no se conformó con cambiar el destino solo para ella. Logró llevar a Estados Unidos a  Luis, su hermano por línea materna. Su corazón no descansó hasta lograr la visa de los dos hijos de Luis, quienes vivían solos en Bogotá al cuidado de una señora. Pero la vida le puso un reto más: cuando la hija de Luis pudo viajar a Estados Unidos, dejó una niña de meses, al cuidado de la misma señora. 


Hace poco recibí a mi amiga Judith en mi casa. Venía a cumplir la cita en la embajada americana para llevarse a Camila, que hoy tiene siete años. Por supuesto también lo logró. Una familia con un destino mejorado, una sonrisa que ilumina un carácter persistente, una amiga, mi amiga Judith.



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